El miércoles 17 de agosto de 2005 dentro de la vigésima jornada mundial de la juventud celebrada en Colonia se ofertó a la multitud allí reunida una reflexión a cargo del P. Juan Antonio Martínez Camino, Secretario General de la Conferencia Episcopal Española.
Dicha reflexión giró en torno al Beato Rafael Arnáiz, y me permito, a pesar de su extensión, a transcribirla en su integridad. Considero que contiene además de datos biográficos interesantes, un mensaje digno de ser tenido en consideración y un interesante modo de orar-adorar a Dios.
La mística española de siempre en un joven del siglo XX:
El Beato Hermano Rafael
Queridos jóvenes peregrinos:
¿A qué habéis venido a Colonia? ¿Para qué os ha convocado aquí, en su tierra, el Papa Benedicto XVI? Lo sabéis muy bien. Pues ¡para hacer ejercicio! El ejercicio más saludable de todos, que consiste en... ¡adorar! “Hemos venido... a adorarle” (Mt 2, 2). A adorar a Jesucristo.
Como aquellos personajes misteriosos del Evangelio que, viniendo de tierras lejanas, se presentaron un día en Belén para adorar al Salvador recién nacido y para ofrecerle sus dones. La ciudad de Colonia recuerda aquel gesto fundacional de adoración y venera en su catedral la memoria de los que llamamos Reyes Magos o de Oriente.
Pero ¿qué es eso de “adorar”? ¿Será tan importante adorarle, precisamente a Jesucristo? ¿Vosotros adoráis algo o a alguien? ¿Has pensado en serio si “adoras”... si adoras alguna cosa o a alguna persona? ¿Qué pasaría si adoráramos a alguien que no fuera a Él, a Jesucristo?
Seguro que muchos ya conocéis a Rafael Arnáiz Barón, el popular Hermano Rafael. Él fue un maestro de la adoración en pleno siglo XX. Esta tarde le tomamos a él como guía para nuestro ejercicio: para que nos ayude a saber adorar en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 24).
Pero ¿por qué Rafael? Pues muy sencillo: porque él es, a la vez, un místico y un joven de nuestro tiempo.
1. Rafael Arnáiz murió en 1938 cuando no tenía más que 27 años. Desde entonces ha pasado ya algún tiempo - casi siete décadas - pero él es aún contemporáneo nuestro. Todavía podría estar hoy entre nosotros, aunque con la bonita edad de 94 años; y aún vive gente que le conoció y que convivió con él. Además, la situación fundamental de la humanidad sigue siendo hoy muy parecida a la de su época. Lo veremos enseguida.
2. Pero lo que nos interesa sobre todo es que, joven y cercano a nosotros, el Beato Rafael es un místico de cuerpo entero. Místicos son aquellas personas que han sido capaces de hacer de su vida entera un gran vuelo de adoración. ¡De su vida entera, sí! No tuvieron miedo de que eso fuera demasiado. No temieron perderse, ni quedarse sin nada para ellos mismos. Al contrario: se tomaron al pie de la letra aquello de Jesús: “el que pierde su vida por mi causa, la gana” (Lc 9, 24). Adorar es ganar de verdad la vida permitiendo que toda ella se consuma, quemada por el fuego del Amor. Eso es lo que hizo Rafael, siguiendo las huellas de los grandes maestros de la mística española: de Ignacio de Loyola, Juan de la Cruz o Teresa de Jesús.
Entonces, me vais a dejar que os cuente algo de Rafael: de su época y, sobre todo, de su mística. Como él escribe tan bien, os leeré párrafos suyos que os permitirán escucharle a él en directo.
I. Un joven sensible a la gran cuestión de nuestro tiempo.
1. Cuando tenía 22 años Rafael entró en un monasterio. Alguien podría pensar que, siendo tan joven y tan “buenecito”, no le había dado tiempo todavía a sacarle partido a la vida ni le había sido posible aún forjarse una idea seria de lo que es este mundo. Pero no es así. Él era inteligente y no le faltaron ocasiones ni medios para situarse en la sociedad y para conocerla bastante bien.
Fue en enero de 1934, después de las vacaciones de Navidad, cuando Rafael les dijo a sus padres en Oviedo que había tomado la determinación de abandonar sus estudios de Arquitectura para irse a vivir en pobreza y en silencio a la Abadía cisterciense de San Isidro de Dueñas, en Palencia.
A su familia no le faltaba de nada. Su padre era ingeniero de montes, alto funcionario del Estado. Su madre, de familia de militares, era una mujer culta: tocaba el piano y escribía críticas de arte y de teatro en la prensa. Eran felices. Vivían en el centro de Oviedo, en un piso precioso, nuevo, amplio, frente al Campo de San Francisco, la huerta del viejo convento franciscano convertida en el parque romántico del ensanche urbano que, en el siglo XIX, había hecho llegar a la ciudad hasta la estación del ferrocarril. Los Arnáiz podían ver desde su casa, al otro lado del parque, el colegio de los jesuitas, en el que Rafael continuó el Bachillerato que había comenzado, también con los jesuitas, en Burgos, la ciudad castellana que le había visto nacer en 1911. Los tres últimos años de sus estudios preuniversitarios, de los 15 a los 18 de su edad, Rafael los cursó, como un estudiante más, en el Instituto del Estado. Terminado el Bachillerato, se dedicó a prepararse para el ingreso en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid, perfeccionando las técnicas del dibujo y la pintura con un conocido pintor ovetense, Eugenio Tamayo. Mientras tanto, cultivaba también la música, el teatro, y, con su padre y los técnicos forestales, recorría los ríos, las costas y las montañas de Asturias.
En 1932 Rafael se traslada a Madrid para continuar sus estudios ya en la Escuela de Arquitectura. Elige una pensión en la plaza de Callao, en el 8º piso del Edificio de la Prensa, por aquel entonces el rascacielos más alto de la capital. Compra y lee periódicos franceses, de los que le envía recortes a su hermano Fernando, a Oviedo; cerca de la pensión están las salas de cine de estreno de la Gran Vía; visita de vez en cuando buenos restaurantes; y sale con su amigo Juan Vallaure y otros a divertirse; las compañeras se lo rifan y una argentina, más avispada, le persigue literalmente hasta su habitación. Hace el servicio militar con los universitarios.
También estudia... es verdad. También... visita a diario el Sagrario en el Oratorio del Caballero de Gracia, muy cerca de la pensión de Callao. También se inscribe en la congregación mariana de los Luises. También se escapa algunos fines de semana a Ávila para charlar de Santa Teresa, de San Juan de la Cruz y de la vida monástica trapense con sus tíos, María y Leopoldo, sus amigos del alma.
Pero ¿conoció o no conoció Rafael lo que la vida le podía ofrecer? Lo conoció bien, no cabe duda. Y se lo pasó también muy bien. Fijáos en este párrafo de una “carta kolosal” que le escribe a su hermano Fernando desde la pensión madrileña:
“Nos han puesto alfombra nueva en el pasillo, y es mi desesperación, porque yo, en cuanto veo una tira larga de tela con franjas a los lados y extendida en el suelo..., me entran unas ganas atroces de dar saltos mortales, y empezar en un extremo y acabar en el otro, y como tengo la desgracia de no saber darlos, nada más abrir la puerta, y ver la alfombra, tan nueva, gris, con tiras rojas, me meto corriendo en la habitación y cuando salgo no puedo mirar al suelo, porque si miro, me entra en el cuerpo una cosa como si fuese vértigo... y unos deseos locos de poner las manos sobre el mullido suelo, hacer una flexión, lanzar los pies a la altura, describir con ellos media circunferencia, para volverlos a posar en el suelo, delante de mi nuca..., y así, girando a gran velocidad, acabar en un doble salto mortal delante de la cerradura de la puerta... ¡Oh! es horrible lo que me pasa, tener que pasar corriendo, sin pisar la alfombra, y con los ojos mirando al techo..., porque si miro ya te digo, o se me va la vista, o me tiro de cabeza... La dichosa alfombra me está poniendo malo, preferiría tener un precipicio y pasar en una tabla, que tener que atravesar a paso lento la larga tira gris y roja, extendida en el suelo de mi pasillo.
Bueno, no tengo más que contarte.
Ahora estoy oyendo en el gramófono «Jocelyn» de Godard... ¡¡Me da una rabia!! Tu madre puede que entienda esa rabia, pero qué le vamos a hacer. Bueno, te voy a dejar que tengo que cortarle los rabos a los claveles, y cambiarles el agua; el pájaro se ha hecho una bola de plumas (pone un dibujo), y no enseña más que la cola... No sé dónde tiene la cabeza. A mí, particularmente, me parece que está durmiendo profundamente, pero ahora vendrá Juan y me lo despertará... le conozco.
Bueno, es el día siguiente”
(Carta a su hermano Luis Fernando, Madrid, 4 de noviembre de 1932, en: Hermano Rafael Arnáiz Barón, Obras Completas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 2002, 4ª edición, 63).
No cabe duda: Rafael está muy contento en Madrid haciendo su vida de estudiante y conociendo mundo. Es el mundo de la España de los años treinta, de la efervescencia de la II República y, ¡cómo no! del “progreso” (¿os suena?). También él parece que llegó a “adorar” un poco las nuevas posibilidades que le ofrecía la vida moderna. En aquellos tiempos, tenía con frecuencia ¡un coche! a su disposición y fijáos con que sencillez escribirá años más tarde confesando su pequeña “idolatría”:
“Yo también alguna vez allá en el mundo, corría por las carreteras de España, ilusionado de poner el marcador del automóvil a 120 kilómetros por hora... ¡Qué estupidez! Cuando me di cuenta de que el horizonte se me acababa, sufrí la decepción del que goza la libertad de la tierra..., pues la tierra es pequeña y, además, se acaba con rapidez”
("Libertad", 15 de diciembre de 1936, de Mi Cuaderno, en: Obras Completas 802).
En fin, que cuando llega la hora de pedir el ingreso en el monasterio, Rafael está tan contento de la vida, que le podrá escribir al Abad diciéndole que él no se hace monje porque la vida le ofrezca poco; le confiesa más bien con sinceridad y desparpajo que lo tiene todo:
“...no me mueve para hacer este cambio de vida, ni tristezas, ni sufrimientos, ni desilusiones y desengaños del mundo... Lo que éste me puede dar, lo tengo todo. Dios en su infinita bondad, me ha regalado en la vida, mucho más de lo que merezco... Por tanto, mi reverendo Padre, si me recibe en la comunidad con sus hijos, tenga la seguridad de que recibe solamente un corazón muy alegre y con mucho amor a Dios”
(Carta a Don Félix Alonso García, Ávila, 19 de noviembre de 1933, en Obras Completas 81).
2. Total: que Rafael conoce la vida y está contento con ella. Sin embargo, hay algo que le inquieta profundamente en aquella sociedad tan satisfecha de sí misma, en la que a él le tocó vivir, y tan parecida a la nuestra de hoy. Aquel hombre joven, de alma de artista, dotado para el dibujo, para la pintura, para la música, para la pluma, para el volante, etc. sentía una llamada desde el fondo de todo eso y más allá de todo ello hacia un Amor indescriptible que le arrastra irresistiblemente hacia sí. Rafael echaba de menos un mundo más capaz de abrirse a Dios y menos cerrado en sí mismo y en sus conquistas. No se explica cómo es posible que los hombres vivan tan absortos con las cosas que ellos hacen y tan olvidados de aquel Amor que no pasa, del que provienen el ser y la vida. En definitiva, un corazón joven que no se conforma con las cosas de este mundo, por más hermosas e interesantes que sean. Lo eran, de hecho, para Rafael, pero no eran bastante.
Rafael era, por tanto, sensible al gran problema de nuestro tiempo, que es el olvido de Dios que la gente sufre con tanta frecuencia a causa de una visión de la vida centrada simplemente en lo que el ser humano puede conseguir o cree que puede conseguir. La tragedia de la vida moderna, que impide a los hombres “ver a Dios” y los hace esclavos del llamado “progreso”, la expresó un día Rafael con una especie de parábola que dice así:
“Yo me imagino a toda la humanidad en un gran valle..., inmenso y lleno de sol. Todos los hombres están en él; van y vienen, se mueven y gritan... Dios está en lo alto de una montaña desde donde se domina el valle, que es más inmenso que el mar... Los hombres y mujeres que están en él ven la cima del monte donde está Dios, pero a Él no le ven...
De la inmensa muchedumbre, que es toda la humanidad, llega hasta la cumbre del monte donde está Dios un clamor como un trueno... Son las conversaciones de los hombres, su música mezclada a gritos de combate, ayes de dolor y de alegría, retumbar de tambores, pitidos de fábricas, motores eléctricos, gritos de las plazas y de los circos, millones y millones de discusiones, conversaciones, conferencias, cines y teatros; todo ese griterío capaz de enloquecer a quien no fuese Dios, llega hasta la cumbre del monte..., pero allí se para; Dios no lo oye. Todo ese ruido lo desdeña, le ofende y no lo oye... Entonces ¿qué escucha? ¿Por qué Dios no barre de un soplo toda esa muchedumbre de gente, que no hace más que un ruido insoportable?... Parece que a Dios algo le detiene... Algo escucha complacido. ¿Es un murmullo? No... apenas se oye... Entonces, ¿qué es?...
Nos ponemos a mirar detenidamente a los hombres del valle y vemos que algunos no gritan, no discuten, no corren ni pegan martillazos... ¿Qué hacen? Parece que no hacen nada... Están en silencio y de rodillas... Los demás los miran y se extrañan; les estorban algunas veces en su camino, y o se burlan de ellos o los quitan de enmedio... Pero ellos siguen en silencio y siguen de rodillas... Entonces vamos a ellos y les preguntamos, ¿qué hacéis? ¿Por qué no [os] unís a nosotros, en el progreso, en la civilización?... Y entonces ellos nos dicen: Calla, hermano, no metas ruido, que estoy hablando a Dios...”
("Apología del trapense", septiembre de 1934, en: Obras Completas 271).
El “progreso” sin Dios es “ruido” que aturde, no a Dios, sino a los hombres. En cambio, algunos que parece que no hacen nada, por estar de rodillas y en silencio ante Él, son precisamente quienes se hacen clarividentes y tienen la clave del futuro de la Humanidad. Por aquellos mismos días, Rafael hacía en Oviedo una experiencia que él cuenta así:
“Cuando salí de la iglesia, era de noche. No quise dirigir mis pasos al centro de la ciudad, y me encaminé a los barrios extremos... En ellos se ve lo de siempre: pobreza material y moral... Las casas, sucias y negras, dejaban ver de vez en cuando el interior mal alumbrado de las habitaciones, olor a polvo y humedad; mujeres desgreñadas chillando a los chiquillos que juegan en el arroyo... Las calles mal alumbradas y sucias; los comercios se reducen a casas donde se vende nada más que lo indispensable..., pan y alpargatas. De vez en cuando, una taberna de la que se desprende un olor a tabaco, a vino y a comida barata. Todo esto debajo de un cielo encapotado y sin estrellas...
Esto es el pueblo, el pueblo pobre, donde el hambre es una cosa corriente, y a donde los habitantes del centro de la ciudad, no quieren venir, porque la miseria les molesta. Allí hay comercios de lujo, las casas tienen un portero y ascensor; hay anuncios luminosos en los teatros, y los coches brillantes y limpios se pueden deslizar por el asfalto sin llenarse de barro y sin tropezar con chiquillos que juegan en el arroyo.
Y, sin embargo, tanto los pobres como los ricos son hijos de Dios, todos tienen las mismas miserias y los mismos pecados..., pero algún día, cuando Dios juzgue, ¡qué sorpresas nos vamos a llevar!! La desesperación del que tiene hambre se puede justificar, pero el egoísmo del que tiene dinero, y los pobres le molestan, eso no tiene perdón.
Si a Dios le olvidan los de arriba, ¿por qué nos extrañamos que se rebelen los que están abajo?... No hay que ir al pobre a predicarle paciencia y resignación, sino que hay que ir al rico y decirle, que si no es justo y no da lo que tiene, la ira de Dios caerá sobre él.
Al ir caminando por estos barrios, muchos pensamientos me asaltaban de indignación y de vergüenza. Cuanto más se le destierre a Dios de la sociedad, habrá más miseria, y si en un pueblo que se llama cristiano, las criaturas se odian por razón de castas, de intereses, y se separan en barrios ricos y pobres, ¿qué pasará el día que el nombre de Dios sea maldecido por unos y por otros?... Si al pobre le quitan la idea de Dios, ya no le queda nada; su desesperación es justificable, su odio a los ricos es natural, su deseo de revolución y anarquía es lógico; y si al rico la idea de Dios le estorba, y no hace caso de los preceptos del evangelio y las enseñanzas de Jesús..., entonces que no se queje, y si su egoísmo le impide acercarse al pobre, no se extrañe que éste pretenda arrebatarle a la fuerza lo que tiene.
Al ver la sociedad tal como está hoy día, ¿quién es el cristiano que no le duele el alma, el verla en tal estado?... Cuando pienso que todos los conflictos sociales, todas las diferencias se allanarían si mirásemos un poco hacia ese Dios que tan abandonado estaba en la iglesia que yo acababa de visitar... Cuando pienso, al ver el espectáculo que presentan los hombres, que los odios y las envidias, los egoísmos y las mentiras, desaparecerían si mirásemos a Dios... Cuando veo tan fácil la solución para que los hombres sean felices, pero éstos, ciegos o locos no lo quieren ver..., entonces no puedo menos de exclamar: Señor..., Señor, mira a tu pueblo que sufre... Los hombres no son malos, Señor..., pero si Tú les abandonas, ¿quién podrá, Señor, subsistir?... ¿Qué podemos hacer nosotros solos? Nada; absolutamente nada... Si Tú apartases tu mirada del mundo por un solo instante, el mundo se hundiría en el «caos»... Perdónanos, Señor.”
("Apología del trapense", en Obras Completas 267-269).
Pocos días después de que Rafael hubiera escrito estas reflexiones, Oviedo fue arrasada por la revolución de octubre de 1934, preludio de la Guerra Civil española y, también, de la Segunda Guerra Mundial. Adorar el “progreso”, sea del tipo que fuere: material o cultural, de un signo político o de otro, es ponerse en el camino del fracaso y de la catástrofe. Rafael se percató bien de ello. Y se hizo el propósito firme de no adorar más que al Creador de todos.
II. La adoración existencial de un joven místico
“Hemos venido a adorarle” (Mt 2, 2)
Rafael lo abandonó todo... su carrera, su futura profesión, su familia para adorar sólo a Dios. ¿Es necesaria tanta radicalidad? ¿Pide tanto el Creador de nosotros, débiles criaturas? ¿Tenemos que hacernos todos monjes para poder ser de verdad adoradores de Dios? ¿Fracasaremos nosotros y fracasará el mundo si no nos hacemos todos monjes y monjas? Claro que no. Dios sólo desea que le demos por entero nuestro corazón. Rafael tuvo claro que él sólo lo podía hacer como lo hizo: cambiando los lápices y el traje de seda por la azada y el hábito de áspera lana. A cada hombre y a cada mujer Dios le muestra un camino propio para que él o ella le entreguen por completo su existencia. Eso es adorar “en espíritu y en verdad”, como nos pide Jesús.
Es posible que Jesucristo le pida a más de uno de vosotros que lo abandone todo para dedicarse exclusivamente a él en la vida monástica o en el apostolado. A la mayoría Dios os llamará a haceros santos en el hogar y en el trabajo. Pero a todos, absolutamente a todos, nos pedirá adoración “en espíritu y en verdad”. Por eso, los grandes adoradores, como Rafael, nos sirven a todos de ejemplo y de estímulo. Recordaréis que, en la Jornada Mundial de la Juventud de 1989, en Santiago de Compostela, Juan Pablo II propuso a Rafael como modelo de seguimiento de Jesucristo para todos los jóvenes.
Pues bien, nos acercamos a Rafael el 5 de enero de 1935, víspera del día de Reyes, y lo encontramos en Oviedo, por la noche, escribiéndole a su tía María lo siguiente:
“Me voy a acostar y mañana, día de Reyes, iré a adorar al Niño y le ofreceré... lo de siempre...”
(Obras Completas 600).
¿Qué es eso “de siempre” que Rafael le ofrece a Jesucristo, junto con los dones de los Reyes, como expresión de que le adora de verdad? Pues, sencillamente todo lo que es y lo que tiene. Es, más en concreto, su trabajo, sus deseos, su salud y su vida. Hacer ofrenda de todo a Dios por amor... trabajo, deseos, vida: eso es adorar de verdad. Veamos cómo lo hacía Rafael.
1. El trabajo, el estudio o cualquiera de nuestras actividades, sólo tienen verdadera capacidad de llenar nuestra existencia cuando son ofrecidas, es decir, cuando las hacemos más que por lo que valen en sí, por lo que ponemos en ellas de entrega de nosotros mismos. Entonces cualquier actividad puede ser valiosa, aunque no obtenga grandes resultados o aunque sea tenida por poco importante. Entonces el trabajo no nos esclavizará ni nos empujará a la envidia ni a la codicia. Lo vemos muy bien en lo que le pasó una fría mañana de invierno a Rafael en el monasterio:
“En mis manos han puesto una navaja, y delante de mí un cesto con una especie de zanahorias blancas muy grandes y que resultan ser nabos. Yo nunca los había visto al natural, tan grandes... y tan fríos... ¡Qué le vamos a hacer!, no hay más remedio que pelarlos. El tiempo pasa lento, y mi navaja también, entre la corteza y la carne de los nabos que estoy lindamente dejando pelados.
Los diablillos me siguen dando guerra. ¡¡Que haya yo dejado mi casa para venir aquí con este frío a mondar estos bichos tan feos!! Verdaderamente es algo ridículo esto de pelar nabos, con esa seriedad de magistrado de luto.
Un demonio pequeñito, y muy sutil, se me escurre muy adentro y de suaves maneras me recuerda mi casa, mis padres y hermanos, mi libertad, que he dejado para encerrarme aquí entre lentejas, patatas, berzas y nabos.
El día está triste... No miro a la ventana, pero lo adivino. Mis manos están coloradas, coloradas como los diablillos; mis pies ateridos... ¿Y el alma? Señor, quizás el alma sufriendo un poquillo... Mas no importa..., refugiémonos en el silencio.
Transcurría el tiempo, con mis pensamientos, los nabos y el frío, cuando de repente y veloz como el viento, una luz potente penetra en mi alma... Una luz divina, cosa de un momento... Alguien que me dice que ¡qué estoy haciendo! ¿Que qué estoy haciendo? ¡Virgen Santa!! ¡qué pregunta! Pelar nabos..., ¡pelar nabos!... ¿Para qué?... Y el corazón dando un brinco contesta medio alocado: pelo nabos por amor..., por amor a Jesucristo.
Ya nada puedo decir que claramente se pueda entender, pero sí diré que allá adentro, muy adentro del alma, una paz muy grande vino en lugar de la turbación que antes tenía. Sólo sé decir que el solo pensar que en el mundo se puede hacer de las más pequeñas acciones de la vida actos de amor de Dios; que el cerrar o abrir un ojo hecho en su nombre nos puede hacer ganar el cielo; que el pelar unos nabos por verdadero amor a Dios, le puede a Él dar tanta gloria y a nosotros tantos méritos, como la conquista de las Indias; el pensar que por sólo su misericordia tengo la enorme suerte de padecer algo por Él... es algo que llena de tal modo el alma de alegría, que si en aquellos momentos me hubiera dejado llevar de mis impulsos interiores, hubiera comenzado a tirar nabos a diestro y siniestro, tratando de hacer comunicar a las pobres raíces de la tierra la alegría del corazón... Hubiera hecho verdaderas filigranas malabares con los nabos, la navaja y el mandil.
Me reía a «moco tendido» (quizás por el frío) de los diablillos rojos, que asustados de mi cambio, se escondían entre los sacos de garbanzos y en un cesto de repollos que allí había.
(...)
¿Qué importa el pesar de un momento, el sufrir un instante?... Lo que sé decir es que no hay dolor que no tenga compensación en ésta o en la otra vida, y que en realidad para ganar el cielo se nos pide muy poco. Aquí, en una Trapa, quizás sea más fácil que en el mundo, pero no es por el género de vida éste o aquél, pues en el mundo se tienen los mismos medios de ofrecer algo a Dios. Lo que pasa es que el mundo distrae y se desperdicia mucho.
(...)
Aprovechemos esas cosas pequeñas de la vida diaria, de la vida vulgar... No hacen falta, para ser grandes santos, grandes cosas; basta el hacer grandes las cosas pequeñas.
En el mundo se desaprovecha mucho, pero es que el mundo distrae... Tanto vale en el mundo el amar a Dios en el hablar, como en la Trapa en el silencio; la cuestión es hacer algo por Él..., acordarse de Él... El sitio, el lugar, la ocupación, es indiferente.
Dios me puede hacer tan santo pelando patatas como gobernando un imperio.
Qué pena que el mundo esté tan distraído..., porque he visto que los hombres no son malos..., y que todos sufren, pero no saben sufrir...
Si por encima de la frivolidad, si por encima de esa capa de falsa alegría con que el mundo oculta sus lágrimas, si por encima de la ignorancia de lo que es Dios, elevaran un poco los ojos a lo alto..., seguramente les ocurriría lo que al fraile de los nabos..., muchas lágrimas se enjugarían, muchas penas se endulzarían y muchas cruces se amarían para poder ofrecerlas a Cristo.
Cuando terminó el trabajo, y en la oración me puse al pie de Jesús muerto..., allí a sus plantas deposité un cesto de nabos peladitos y limpios... No tenía otra cosa que ofrecerle, pero a Dios le basta cualquier cosa ofrecida con el corazón entero, sean nabos, sean imperios.
La próxima vez que vuelva a pelar raíces, sean las que sean, aunque estén frías y heladas, le pido a María no permita se me acerquen diablillos rojos a hacerme rabiar. En cambio, le pido me envíe a los ángeles del cielo, para que yo pelando y ellos llevando en sus manos el producto de mi trabajo, vayan poniendo a los pies de la Virgen María rojas zanahorias; a los pies de Jesús, blancos nabos, y patatas y cebollas, coles y lechugas...
En fin, si vivo muchos años en la Trapa, voy a hacer del cielo una especie de mercado de hortalizas, y cuando el Señor me llame y me diga basta de pelar..., suelta la navaja y el mandil y ven a gozar de lo que has hecho..., cuando me vea en el cielo entre Dios y los santos, y tanta legumbre..., Señor Jesús mío, no podré por menos de echarme a reír”
("Las piruetas de los nabos", 12 de diciembre de 1936, Mi Cuaderno, en Obras Completas 786-793).
El buen humor que derrocha Rafael en su voluntario encierro monástico es una prueba de la verdad de lo que dice: “no hacen falta grandes cosas, basta el hacer grandes las cosas pequeñas”. ¿Y cómo se hacen grandes? Ofreciéndolas, finalizándolas, transfigurándolas por el amor a Dios que ponemos en ellas.
2. Lo que pasa es que estamos constantemente deseando cosas que a nosotros nos parecen grandes; o deseando precisamente lo que no tenemos. Bueno, pues si adoramos verdaderamente a Dios, si tenemos puesto del todo nuestro corazón en Él, también sabremos silenciar ese fragor de los deseos, que van y vienen, para encontrar la paz y la serenidad del alma. El verdadero adorador de Jesucristo no es, ciertamente, ningún pasota, ningún desinteresado por lo bueno y por lo bello, pero su alma se serena y pacifica, saciada por el único eterno y gran Amor; y podrá repetir constantemente, como Rafael, ante los avatares de la vida y ante los deseos contradictorios y siempre inquietos del corazón: “¡qué más da!”; ¡qué más da, en el fondo, este lugar que aquel otro, esta ocupación que aquella otra que tanto me interesaría! ¡Nada de este mundo me ata, porque lo tengo todo en el Amor de Dios! Rafael es un maestro de esta “espiritualidad del qué más da”.
Os leo lo que le dice en una carta a su tía María sobre esa libertad espiritual, después de haberse despedido de ella para ingresar de nuevo pronto al monasterio. Lo hace con lenguaje de San Juan de la Cruz (Cántico espiritual, canción 3: Buscando mis amores,/iré por esos montes y riberas;/ni cogeré las flores,/ni temeré las fieras,/y pasaré los fuertes y fronteras).
“¡Qué pena me dio el verte llorar en Ávila cuando nos fuimos...! (...)
No me extraña nada lo que me dices del consuelo y la paz que te dio el Señor al leer a San Juan de la Cruz. A mí me pasó lo mismo... El día anterior habíamos leído en Sonsoles: «Ni cogeré las flores, ni temeré las fieras...». Pues bien, con ese pensamiento y con la ayuda de María, hice todo el camino... Veía pasar pueblos, personas y paisajes; y, con el volante muy apretado en las manos, y - ¿por qué no? - con muchas ganas de llorar, seguía, seguía la carretera sin detenerme...
Acababa de dejar en Ávila muchas flores de las de San Juan de Cruz... El Señor me pide seguir y no detenerme. ¿Qué hacer?, pues lo de siempre: mirar arriba, mirar muy alto..., y seguir sin detenerme... Haz tú lo mismo. La Virgen te mira y Dios te ayuda; no te importe ni el llorar ni el reír, ¿qué más da? El barro es siempre barro y no nos podemos mudar. Lo importante es que ese barro sea de Dios, que Él haga lo que quiera, y que todo nos lleve a Él.
¡Qué difícil es no coger las flores! Pero también, qué fácil es... Una vez hecho el tirón, Dios atrae de tal manera y con tal suavidad, que nada cuesta... ¿Qué más da llorar?... Llora todo lo que puedas; ríete y goza, cuando puedas. ¡Qué más te da!... La que ríe y llora eres tú..., y tú no eres nadie, tú no eres nada... Y, créeme, queridísima hermana - ¿no te importa que te llame así? - créeme: el día que lo veas..., el día que estés desprendida de todo y de ti misma, entonces verás que todo lo que a nosotros nos pase, nos tendrá sin cuidado. Ni el sufrir, ni el gozar atraerán nuestras miradas... Entonces veremos mejor a Dios. No nos miremos tanto a nosotros mismos..., y si nos miramos, y escudriñamos, sea para buscar a ese Dios escondido, que tenemos en nosotros.
El otro día, aun en medio de mi aflicción y de mi pena, había momentos en que, olvidándome de todo, gozaba de Dios en medio de la carretera. ¡Pasaba todo tan deprisa!..., era todo tan pequeño, aun yo mismo, tan insignificante a los ojos de Dios... Tenía tanta prisa por verle... que no sabía lo que hacía. «Ni cogeré las flores», pensaba... ¿Qué flores? ¿He cogido yo alguna vez flores? No..., no me puedo detener, no hace falta hacer esfuerzo, no necesito detenerme..., aunque quisiera no podría, Dios no me deja. ¿No te pasa a ti lo mismo?
Qué alegría, Señor, mándame lo que sea, o flores o espinas, ¿qué más da? No me he de detener a mirar nada, pues con mirarte a Ti tengo bastante; ¡llenas de tal manera, amas de tal modo!, que todo ante Ti desaparece y quedamos en nada...
¡Qué alegría, Señor, el poder verte a Ti y el no vernos a nosotros! ¿Qué más da flores o espinas si eres Tú el que las das, el que nos las llevas y el que nos las quitas? Nosotros no hacemos nada, pues nada sabemos hacer; Tú lo haces todo... Nosotros, si hablamos de la cruz, es para quejarnos con egoísmo; si buscamos consuelo, a nosotros [nos] buscamos; si queremos amarte, lo hacemos con ruindad, y no sabemos...
¡Qué alegría, Señor, pensar que Tú nos lo haces todo!..., entonces todo es grande y hermoso.
Señor, no puedo detenerme, porque si me detengo, es para buscarme a mí mismo, y en mí no hallo nada que merezca la pena; tengo que seguir hasta Ti, ¿qué me importan las flores? ¿Qué me importan las espinas? A Ti te tengo, tengo tu amor, lo tengo todo... Qué alegría el verse en nada, y sin nada.
Con estos pensamientos continuaba el viaje a Oviedo... A los lados del camino, dejaba muchas cosas, pero no las quería. Dios me esperaba allá en el horizonte, y no me podía detener, ni yo quería tampoco.
Cuesta mucho desprenderse,... pero una vez desprendido, se vuela mejor. Después rezaba Avemarías para que a ti te ayudara Dios como a mí me ayudaba.
Llegamos a Oviedo a las seis y media. Comimos en León e hicimos el viaje perfectamente sin marearse nadie”
(Carta a su tía María, Oviedo, 8 de noviembre de 1935, en: Obras Completas).
3. La adoración que no se queda en palabras vacías y que permite “volar mejor” - como nos enseña Rafael - consiste en disfrutar de tenerlo todo con tener tan sólo el amor de Dios. Así, se adora haciendo grandes las cosas pequeñas de cada día; se adora con la sana indiferencia respecto de los deseos de cualquier cosa; y, por este camino, la adoración llega a convertirse en la locura de querer estar con Jesucristo en su misma cruz. Querer la cruz con Él es el grado supremo de la adoración. Que nadie se confunda. No se trata de ningún masoquismo. Se trata más bien de estarse con gusto allí donde el Amor todopoderoso nos sale al encuentro.
Rafael murió a los 27 de años de un coma diabético, después de haber tenido que abandonar varias veces el monasterio a causa de esta enfermedad y después de haber vuelto una y otra vez, en cuanto podía, al lugar donde él sabía que Dios le quería. Cuando regresa por última vez, el 15 de diciembre de 1937, España estaba en guerra y todos los monjes jóvenes habían sido llamados por el ejército. En el monasterio se pasaban estrecheces y ni siquiera contaban con el hermano enfermero que había atendido a Rafael en ocasiones anteriores. Precisamente a este hermano, que estaba en un cuartel, Rafael le escribe una carta hablándole de su vuelta al monasterio. Es conmovedora la forma en la que le cuenta cómo está dispuesto a seguir la llamada del Amor, aun a sabiendas de que le puede costar la salud y la vida. Porque es el mismo Jesucristo quien le llama a acompañarle hasta el final. Esuchad a Rafael:
“Escribí al Padre Abad diciéndole que una vez hecho el reconocimiento, volvería al convento, y me contestó el Padre José, diciéndome que volviera cuando quisiera, que las puertas las tenía siempre abiertas... pero que lo pensase bien y no me precipitase ya que ahora no tienen enfermero y sería de lamentar me volviese a ocurrir lo pasado. Eso es todo.
Humanamente hablando, es muy prudente, ¿no te parece? Pero ¿qué he de hacer? Pues mira, yo pienso de la manera siguiente, a ver qué te parece.
Suponte que tú estás en tu casa enfermo, lleno de cuidados y atenciones, casi tullido, inútil..., incapaz de valerte en una palabra. Pero un día vieras pasar debajo de tu ventana a Jesús... Si vieras que a Jesús le seguían una turba de pecadores, de pobres, de enfermos, de leprosos. Si vieras que Jesús te llamaba y te daba un puesto en su séquito, y te mirase con esos ojos divinos que desprendían amor, ternura, perdón y te dijese: ¿por qué no me sigues?... ¿Tú, qué harías? ¿Acaso le ibas a responder... Señor, te seguiría si me dieras un enfermero..., si me dieras medios para seguirte con comodidad y sin peligro de mi salud... Te seguiría si estuviera sano y fuerte para poderme valer...?
No, seguro que si hubieras visto la dulzura de los ojos de Jesús, nada de eso le hubieras dicho, sino que te hubieras levantado de tu lecho, sin pensar en tus cuidados, sin pensar en ti para nada, te hubieras unido, aunque hubiera sido el último..., fíjate bien, el último, a la comitiva de Jesús, y le hubieras dicho: Voy, Señor, no me importan mis dolencias, ni la muerte, ni comer, ni dormir... Si Tú me admites, voy. Si Tú quieres puedes sanarme... No me importa que el camino por donde me lleves sea difícil, sea abrupto y esté lleno de espinas. No me importa si quieres que muera contigo en una Cruz...
Voy, Señor, porque eres Tú el que me guía. Eres Tú el que me promete una recompensa eterna. Eres Tú el que perdona, el que salva... Eres Tú el único que llena mi alma.
Fuera cuidados de lo que me pueda ocurrir en el porvenir. Fuera miedos humanos, que siendo Jesús de Nazaret el que guía..., ¿qué hay que temer?
¿No te parece, hermano, que tú le hubieras seguido, y nada del mundo ni de ti mismo, te hubiera importado? Pues eso es lo que a mí me pasa.
Siento muy dentro de mi alma esa dulce mirada de Jesús. Siento que nada del mundo me llena; que sólo Dios..., sólo Dios, sólo Dios...
Y Jesús me dice: puedes venir cuando quieras... No te importe ser [el] último, ¿acaso por eso te quiero menos? Quizás más.
No me tengas envidia, hermano, pero Dios me quiere mucho...
Por otra parte, la carne me tira; el mundo me llama loco e insensato... Se me hacen prudentes advertencias... Pero ¿qué vale todo eso, al lado de la mirada de un Dios como Jesús de Galilea, que te ofrece un puesto en el cielo, y un amor eterno? Nada, hermano..., ni aun por sufrir hasta el fin del mundo merece la pena dejar de seguir a Jesús”
(Carta al H. Tescelino, 1 de noviembre de 1937, en Obras Completas 967-968).
Conclusión
“Hemos venido a adorarle” (Mt 2, 2)
Hemos venido a hacer un ejercicio de amor místico, de amor de identificación con Jesucristo. Seguro que las palabras y la vida del Hermano Rafael os animarán a convertiros en adoradores en espíritu y en verdad. Adorar así es ganar la vida dejándola que se abrase toda entera en el fuego del Amor eterno, que es Dios.
Hoy día, como también en los días de Rafael, son muchos los que se olvidan de Dios o viven como si Dios no existiera, adorando falsos dioses. Pero los falsos dioses jamás dan lo que prometen. El “progreso”, convertido en ídolo, al que todo se le ofrece, promete libertad, pero lo que realmente da es aburrimiento, por un lado, y violencia y muerte, por otro. La cara de los ídolos es amable, pero su corazón es de hierro.
Termino dejando hablar de nuevo a Rafael. Oíd lo que le escribía a su abuela materna que, al parecer se le había quejado de sus muchos años y de lo poco que podía hacer ella. Rafael le habla como el místico de 24 años que entonces ya era y le dice algo que vale también para todos nosotros:
“¿Qué más da ser trapense que ser militar, ser pobre o rico, alto o bajo, hombre o mujer? El amor a Dios debe ser único, y no valdrá [decir] allá un día, delante de Jesús..., yo, Señor, te he querido, pero como he tenido que ir todos los días al cuartel, pues claro, el militar no puede ocuparse en otra cosa..., y el labrador ocupado con sus yuntas, tampoco tiene tiempo, y el intelectual no puede interesarse en «ñoñeces de fraile», y así sucesivamente todo el mundo.
Ya ves, tú tienes muchos años, pero ¿qué más da? Ves el sol, el cielo y las flores que son criaturas de Dios y publican su gloria. Tienes un Sagrario cerca donde puedes hablar a Jesús para que Él te consuele en todo. Tienes un nieto que te quiere mucho (aunque tú no lo creas), que ha pedido y pedirá por ti en un coro de monjes del Císter... En una palabra, tienes a Dios y la protección de la Virgen, ¿qué más puedes pedir? No me digas que te falta algo porque lo tienes todo”
(Carta a su abuela, Fernanda Torres; Oviedo, 30 de septiembre de 1934, en: Obras Completas 294 y 295).
Sí: ¡Sólo Dios basta!
Hermano Rafael, intercede por nosotros para que sepamos adorar como tú.